Un
palafrén blanco me recogió sexi y anochada, esperando levantarme al altillo del
orgasmo de su alfanje.
Tenía
el abdomen trabajado con fuerza. Robusto y vigoroso, sin vestiduras fue la
talla de mis extramuros dilatados.
El recorrido adentro de su corcel
blanco fue con agnosía, provocado de las manos dúctiles, escudriñando en lo
profundo de la ropa.
Arribamos al ático de su poder y esa
cabalgadura de músculos cortó los cierres de mi vestido y atravesó mi ánfora de
belleza.
Con
arrebato mis fauces sintieron el sabor y con adarve las comisuras chocaron en
mi garganta hasta no aguantar.
Un candil iluminaba el placer, interpelación
del sexo al tremolar mi cintura y mis piernas para expulsar pavesas.
Caballo de la pasión sin dar amor
sin dar el alma, me tenía rutilante sobre su sable, dándolo corcheas de satisfacción.
Trote feraz, saltos de dureza,
cabriolas de excitación; yo liberaba mi perfume de deseo para ser recapitulada.
Y antes que un cuento de hadas se
dibuje y el sol aparezca, esta doncella descendió de su montadura para escapar
del sudor libidinoso.
Después de haber galopeado en fruición,
el palafrén siempre me busca en el mismo sendero de mis muslos.
Y las mil y una noches se han hecho
realidad, monto en su torso hacia el mismo atrio donde habita la lujuria.
En
cada luna corre el amor, impulsado por la vehemencia de un jaco atlético y una
voluptuosa dama con las pieles desnudas.